- A pesar de las molestias días antes de la carrera, logré terminar una prueba marcada por la lluvia y con un ambiente mejor que el de Nueva York.
Tener retos en el horizonte es bueno y necesario. A mí me ayuda para poder gestionar mi intenso día a día. El tener un rato para ti mismo, a las seis de la mañana con mi compinche Francis es básico para poder mantener el nivel de exigencia y dedicación que se merecen mis pacientes. Y mis retos se basan en correr maratones. Terminar una maratón es duro, pero como dice mi amigo Antonio Palacios, «más duro es tener que pagar los préstamos». Por suerte, he contagiado el gusanillo a mi mujer Ana, que ha pasado de animar, pegada a una valla, a ponerse un dorsal como una corredora más.
Londres sería mi maratón número 21 y la quinta de Ana. Pero las sensaciones no eran buenas. En la última salida con Francis, cuatro días antes de la maratón, un dolor y tirantez en la parte posterior de la rodilla me obligó a parar. Fue como si los músculos del muslo estuvieran protestando por correr tres maratones en el plazo de seis meses, y con razón. No le encontraba mucho sentido, pero así sucedió.
No hay nada peor para un maratoniano que acabar los últimos entrenos con molestias. Tu mente, en otras ocasiones, tu aliado, se convierte en tu enemigo y te siembra de dudas los pensamientos, como un pájaro carpintero picoteando una encina. Ya sé que correr es un pasatiempo, pero también es un esfuerzo de constancia por madrugar y entrenar durante meses, sin fallo. Igual que el que estudia, el día del examen espera aprobar, el que entrena para una maratón confía en acabar.
Llamé a Paco Maldonado, fisioterapeuta en Roquetas. Realizamos un par de pruebas y confirmaron que no era gran cosa. A veces necesitamos que otra persona, desde fuera y objetivamente, te confirme y ratifique que no debe haber problema para correr.
—No sé Paco, no dolor al caminar, al estar sentado. Cuando lo busco, aparece —le comento.
—Mira Antonio —me dice Paco—, el dolor es como la música; si tú pones la radio y buscas, siempre habrá una emisora que ponga música. Si te buscas el dolor y lo fuerzas, aparecerá. No lo hagas y deja que descanse el músculo y tu cabeza —responde en tono distendido—. Y así lo hicimos.
Para Ana las sensaciones tampoco son buenas. Está asustada, pero le pasa en todas. Sus frases ya me las conozco: «no voy a poder acabar», «es que correr una maratón es muy duro», «no me voy a poner los pendientes buenos por si me da una pájara, me tienen que atender y me los quitan»… No le hago mucho caso porque sé que va a terminar, a su ritmo, pero la acaba.
Por desgracia, el pronóstico del tiempo no es bueno: frío y lluvia durante toda la carrera. Aun así, nos plantamos el día de la maratón. Una mañana gris, típicamente inglesa, sin sol y a nueve grados de temperatura. En todas las maratones lo peor es la espera para tomar la salida. Nos encontramos en un prado enorme, con la hierba tan verde y húmeda, que dan ganas de ser oveja. Para no mojarnos la ropa ni las zapatillas, nos sentamos en bolsas de basura que hemos traído que son desplegadas como si estuviéramos de picnic; los pies también los cubrimos mientras esperamos sentados sobre una valla, junto a Santi, madrileño de Alpedrete, y Evaristo, de Málaga.
Las dos horas de espera pasan relativamente rápido por lo que en un pispás le estoy dando un abrazo de oso a Ana, como si a través de él le pudiera infundir confianza y fuerza en sí misma. Miro mi pulsómetro y en la pantalla dice: «No se espera lluvia». Me quedo más tranquilo. Cinco minutos más tarde, la primera gota golpea mi nariz y comienza a llover, como si el destino hubiera esperado para dar la salida también a la lluvia. Me cago en la tecnología.
No me doy ni cuenta y la masa de corredores se va moviendo cada vez más deprisa por lo que me encuentro corriendo la maratón de Londres sin pistoletazo de salida ni música. Nada más comenzar a correr noto la tirantez de la pierna. La sensación es como si tuviera una cuerda tensa que deja que estires la rodilla. Vamos a esperar que el músculo se caliente —me digo, intentando tranquilizarme, aunque de reojo pienso en cuánto tardaría en acabarla si sólo pudiera caminar—. Antonio, vamos kilómetro a kilómetro y a un ritmo donde la tirantez no vaya a más —intento autoconvencerme.
Así lo hice. Lógicamente, ese ritmo es más lento del mío habitual por lo que me adelantan decenas de corredores. No pasa nada. La maratón es la lucha de cada individuo consigo mismo. Rebaso el kilómetro 5, el 10, el 15 y la media maratón. La molestia y yo hemos firmado una tregua, un pacto de no cabrear el uno al otro. Yo prometo no ir más rápido y el músculo dejarme correr.
Llueve. Gracias a la gorra no me empapo la cara y puedo ver. Los pies van empapados, una vez pisado el primer charco, los demás dan igual; ya no te molestas en evitarlos. Pero hay que buscar el lado bueno de las cosas. Siempre he ido pendiente del ritmo, de los latidos de mi corazón y concentrado. Hoy paso y me dedico a observar mientras corro y de paso le quito protagonismo a la pierna. Los primeros kilómetros discurren por calles estrechas de las áreas residenciales en las afueras de Londres. La gente sale a la puerta de casa, con cara de sueño, en bata y sin peinar y con la taza de té humeante en la mano intentando buscar explicación a lo que unos locos en pantalón corto se han propuesto una lluviosa mañana de domingo.
También me fijo en los corredores. No hay una maratón tan solidaria como Londres. Hay miles de corredores, digo bien, miles de corredores que corren recaudando fondos para decenas de enfermedades de todo tipo: leucemia, sarcoma, Parkinson, cáncer infantil, esclerosis, fibrosis quística. De todos los lemas, uno me llama la atención: «Llena de color la vida de otras personas».
Cuando un corredor pasa junto a los animadores de la asociación por la que corre, se produce un griterío tan ensordecedor que al principio piensas que ha ocurrido algo, pero luego te acostumbras y sigues a lo tuyo. Cuando rebaso el kilómetro 22, la élite pasa justo en sentido contrario por el carril opuesto. Impresionante el estilo, la zancada y lo fácil que parece. Puedo ver al campeón Mo Farah, con rostro desencajado y sufriendo. Ellos sufren como todos.
El ambiente y el colorido es más impresionante que en Nueva York. Por fin deja de llover, kilómetro 34. Justo levanto la vista y veo a Ana que viene en sentido contrario en esa larga recta donde antes vi a la élite.
—Me duele aquí, me duele mucho —comenta mientras se toca lo que me parece que es la cintilla iliotibial, un tendón que se inflama en los corredores. Va por el 22. Mientras repito otro abrazo de oso intento tranquilizarla: acorta un poco la zancada, masajea la zona y si tienes que caminar, hazlo.
Nos despedimos, pero me quedo preocupado. Va con dolor y empapada, pero la conozco y sé que terminará. Enfilo el río y contemplo a los lejos la mítica noria London Eye y el Big Ben. Queda poco por lo que rompo la tregua y le meto candela a las piernas, ya sin miedo. El ruido es más bestial si cabe conforme me acerco a la meta. Escucho al animador gritar a los corredores que van llegando. Alcanzo el Palacio de Buckingham, giro a la derecha y recta de meta y entro llorando, como siempre. Enciendo mi teléfono y gracias a la aplicación puedo ver que Ana sigue en carrera y avanza poco a poco hacia la meta, que también logra cruzar. Toda situación adversa conlleva una enseñanza, una experiencia que te convierte en alguien un poco más sabio. Una cicatriz que te recuerda quién eres y dónde estás.