Los meses de confinamiento por el coronavirus han puesto sobre la mesa una nueva realidad: muchas personas, de diferentes edades, se niegan a volver a salir a la calle por miedo

 

Desde luego que el COVID-19 va a plantear una nueva normalidad como dicen, pero ya no sólo en el ámbito social (uso de mascarillas, lavado de manos, distancia de seguridad) ni en el económico (los gurús alertan por la crisis económica que se nos viene encima), ni en el sanitario directamente relacionado con el COVID-9 (miles de muertos, millones de contagiados), sino que ahora viene “el día después”.

Como ocurre cuando un huracán categoría 5 golpea un territorio, una vez que ha pasado la tormenta es cuando se reconocen otros daños, y esto está ocurriendo ya. Desde que se han relajado las medidas de confinamiento y se puede salir a la calle, hay muchas personas que aún se niegan a dejar su casa; otras en cambio literalmente no pueden, su cuerpo no le permite caminar: demasiado dolor, demasiada rigidez, demasiada atrofia.

Estas últimas dos semanas he visto cosas que me han dejado bastante preocupado. Gente mayor, pacientes de siempre a los que he visitado en numerosas ocasiones, incluso con cirugías importantes, pero perfectamente controlados y con una buena calidad de vida, tras el confinamiento no son ni su sombra. El deterioro físico y mental ha sido impresionante. A pesar de insistirles en moverse, tomar el sol en el balcón y no quedarse inactivos, en la mayoría de los casos no ha sido suficiente. Ese paseo diario, las salidas, los estímulos que venían de la calle, se cancelaron con el confinamiento tan agresivo que hemos sufrido. Tanto celo en controlar la pandemia que ahora vienen otras consecuencias, no tan mortales como el COVID-19 pero igual de demoledoras para la calidad de vida de nuestros mayores. Fracturas vertebrales sin traumatismo debido a la osteoporosis tan severa que ha provocado la inactividad, rigidez desmedida en rodillas y caderas que les impiden poder vestirse con normalidad, necesidad de ayuda para caminar mediante un andador o bastón en personas que antes eran totalmente autónomas, sobrepeso importante, descontrol de las cifras analíticas de colesterol o azúcar, desajuste de la tensión arterial. Una cascada de desastres que va a costar mucho trabajo revertir.

El COVID-19 ha sido y es el gran protagonista que acapara todos los recursos sanitarios, al menos hasta ahora; aunque sigue activo y matando personas, el resto de las enfermedades que han seguido ahí, tapadas por el miedo, por la ansiedad y por la inseguridad, pero han permanecido agazapadas hasta que han despertado cuando se ha decidido recuperar la vida de antes. Las personas mayores se encuentran permanentemente en un equilibrio muy inestable; cualquier pequeña cosa hace que ese castillo de naipes se venga abajo: una caída, un resfriado o una simple diarrea.

Pero ahora hay otra realidad que el confinamiento ha puesto encima de la mesa: muchas personas se niegan a salir a la calle, y no hablo solo de gente mayor, sino de niños, adolescentes y personas de cualquier edad. Es el llamado SÍNDROME DE LA CUEVA. Esta conducta tiene varios motivos: las personas mayores se han dado cuenta de su limitación física para salir a la calle y se conforman con pequeños paseos por casa, todo sea por evitar una caída al sentirse realmente inseguros. Saben que mientras permanezcan sentados no se caen. Muchos han bajado los brazos y se han resignado. Las compras se las hacen los hijos, ven la misa por la tele y las tardes se amenas con la telenovela. No necesitan nada más. Además, hay miedo a salir por el COVID-19. Como pasa siempre, son el colectivo más vulnerable, el eslabón más débil y los primeros que se quedan atrás.

El otro grupo de edad vulnerable a esta realidad son los niños. En algunos casos y para poder hacerles entender que no se podía salir a la calle, se le planteó al inicio del confinamiento que ahí fuera, esperando, hay algo que les puede hacer mucho daño, que se llama coronavirus y por eso se tienen que quedar en casa. Se ha colocado al mismo nivel que el “hombre del saco” o que cualquier otro malo que ronda por las calles. Tienen miedo de salir y en su casa se sienten seguros. El ordenador, los canales para niños de la tele, los juegos y su habitación. Se han adaptado a las videoconferencias con los abuelos y con sus amigos y han rehusado al contacto social, porque tampoco se ha podido visitar a familiares o amigos. Una nueva normalidad impuesta y a la que se han adaptado perfectamente, pero que habrá que revertir.

El otro grupo no tiene edad fija. Son aquellas personas con miedo a la enfermedad, pero no un miedo lógico, uno desmedido que les provoca ansiedad cada vez que escuchan, ven o leen algunos síntomas, son los hipocondríacos. Para ellos ir al súper es un mal rato, tirar la basura o sacar al perro es una odisea. Saben que estar en casa es hacerlo en un entorno seguro, por ello cada vez que les traen alguna entrega o salen a la calle, multiplican por mucho las conductas de limpieza y desinfección que se deben seguir hasta el punto de estar completamente obsesionados.

¿Cómo superarlo?

Ante cualquier situación que provoque miedo o ansiedad conviene realizar lo que se denomina “desensibilización progresiva”. Si tengo miedo a subir en ascensor, el primer día observo el ascensor desde fuera; el siguiente entro acompañado con la puerta abierta, luego cerrada. Después se sube o baja un piso acompañado, luego solo, luego varios. Así resumido puede ser la manera de salir de la cueva. Hay que hacerles ver lo importante de salir sobre todo para su salud, mostrarles que esas salidas se realizan con las medidas de seguridad oportunas para que lo hagan convencidos de estar en un entorno seguro y amistoso. Una salida a la calle, quedándose en la misma puerta para jugar, o dando una vuelta a la calle puede ser un buen comienzo. Al día siguiente un poco más. En el caso de los mayores, siempre acompañados y si hay que hacer uso de andador o muletas, se hace. Es preferible seguridad y estabilidad al menos al principio y con el tiempo dejará de necesitarse. Los que hemos salido ahora no somos los mismos que nos encerramos hace dos meses. Hay que ir acostumbrando al cuerpo y a la mente. Los niños lo harán a velocidad supersónica, los mayores a la de un patinete, pero esto no es verdaderamente importante. Lo que importa es querer ser como el de antes de este encierro.